Podía observar desde su ventana la montaña cubierta, un penacho de nubes vírgenes asomaba en lo alto cubriendo la cima, extendiendo sus deshilachados tentáculos ladera abajo; finas gotas de lluvia recorrían el cristal, envolviendo el atardecer de pesada nostalgia mientras sus ojos depositaban inciertos sueños en distancias imposibles de evaluar.
La menguante claridad que asomaba a su rostro la acompañó en su estremecimiento y la desapasionada tarde inundó de frío su piel; apoyó ligeramente su mano en el pecho, en la confluencia de la sedosa tela que cubría su torso y respiró, profundamente, reteniendo por un instante todo el aire que en sus pensamientos no gozaban del espacio suficiente, sintiendo la necesidad de contener ese hálito de apasionada esperanza en su ser.
Sus dedos sintieron el gélido tacto del botón anacarado, preso entre las tensiones que la tela le conminaba a soportar; percibió la inclinación del ojal, la tirantez del fino hilo que retenía enlazados los tejidos. Permitió que la mano descansara levemente entre las telas, apoyando el anular en el borde mismo del nácar que las anudaba, la firme presión de sus pechos abultados, en el intento de retener las últimas sombras del crepúsculo, hizo el resto, el ojal cedió y lo que antes confería una suerte de cerrojo a su recato ahora era una invitación al contacto, a la caricia.
Sintió que sus dedos palpaban abruptamente la carne sedosa y retuvo la caída de la mano con una ligera presión en la piel, sintió las frías yemas de los dedos en el curvado pliegue de su seno, las circunstancias que habían alterado su vida en las últimas semanas también habían otorgado absoluta libertad a su cuerpo y en pocos días acostumbró su feminidad a la plena desenvoltura y al roce pecaminoso con la seda de su blusa, momentos en que la voluntad descansa y el reflejo carnal se impone, la sensibilidad de las cumbres se acrecienta en las tardes húmedas y su lozanía invade el pretexto de su contemplación rejuvenecida, se siente mujer y lo disfruta.
La yema queda aprisionada entre las carnes y sutilmente se abre paso empujando el seno, palpando la curva que la mano codicia y en la que desea mimetizarse, al instante alberga en la palma la completa redondez de su pecho mientras el pulgar se arrastra lentamente en busca de la coronación de su geográfico esplendor, la areola que rodea la culminación de la desnuda materia, incitadora a la escalada y al contacto.
Su brazo resbala sobre la fina seda que todavía cubre el otro pecho y la mano, ansiosa, aprovecha el descuido para acercar índice y pulgar a la cumbre, firme, enrojecida, escandalosamente sensible. Un suave pellizco y el pezón sucumbe enardecido, la inflamación es evidente y traspasa los límites del tocamiento, queda enjaulado entre las yemas pugnando por el perdido descaro de sentirse tentador y a la vez reconoce en la nueva situación el triunfo del deseo que provoca sobre la razón.
La mano no puede contener el segundo de arrebato que ha provocado el delicioso instante y estrecha la presión en la sinuosidad que la palma aún sostiene, el seno es levemente impulsado en un ademán inequívoco de reconciliación con la libertad que disfrutaba, pero a la vez conocedor de la magnitud del deseo que provoca, y somete la elástica piel a los escarceos de la mano, claudica a la presión y se amolda, rendido y tentador a la opresión de la pasión desatada.
Dejó que el aire contenido fluyera libre nuevamente, su torso hinchado recuperó la forma de la cotidianidad, la mano atenuó su presencia y sus hombros se relajaron, sintió que el teléfono resbalaba por su mejilla y lo retuvo al vuelo con la misma mano que hace unos segundos oprimía su pecho.
– Javier, tengo tantas ganas de verte, pero mejor te llamo luego que ya son las ocho. Aplaudiremos juntos en la distancia mientras esto dure.
Sometimes isolation can be shared (Ken Grimwood)