El paso angosto a la subida de los escalones, ahí donde las ramas tienden su sombra más allá de lo políticamente correcto y necesitan un toque de atención de tanto en tanto para recordarles que no deben, aunque podrían, conquistar nuevas tierras.
Ese paso, donde es imposible evitar el sondeo de los cuerpos que alcanzan la cima mientras te acercas, inverso, a contrapié, justo a esa cumbre, a ese paso que te obliga a enfrentar el acercamiento involuntario y la mirada osada, pertinente pero cautelosa.
En ese paso encuentras el instante en que te aborda otra mirada, otros ojos, otra vida, en un breve y preciso instante, esos ojos te reconocen, saben de ti con solo reflejarse en los tuyos, no son extraños, son audaces, indiscriminadamente perversos y quizá obscenos, una mirada que despierta sentimientos adormilados o que creías vencidos en ti, arrinconados y a veces infravalorados pero ahora, ahora son sentimientos vivos, plenos, rotundos.
Dos segundos nada más,
el instante sin curvas, sin pasos,
donde los demás no miran,
y tus ojos perdidos en los míos,
dos segundos sobraron
para que me vieras, visto y vivo,
dos segundos me bastaron para saberte,
desnudarte despacio, sabiendo
de tus puede y tus no sé,
saber de tus ojalá y tus por qué,
dos segundos, dos vidas,
juntas en una mirada
sin prisa al atardecer.
En ese paso encuentras un suspiro en tu piel ajada, un deseo innato de vida, de dulce misericordia en la que refugiarte, de perdón en el que mecerte, de vida y de futuro.
El paso angosto en que se cruzan vida y deseo, sin siquiera conocer ni reconocerte pero juguetones, incautos, vivos.